Con las quejas abiertas y las vestiduras desgarrándose en algunos medios y por parte de ciertas figuras porque el mundial se hace en Qatar, los primeros días en suelo qatarí cubriendo la Copa del Mundo para Canal 26 me llevan a una reflexión. Primero, desde hace 12 años se sabe cuál sería la sede del vigésimo segundo mundial. Hubo tiempo de levantar la voz por más de una década.
Por otro lado, nada es blanco o negro en el mundo real. Las especulaciones se acaban cuando se rompe el cerco virtual. Nadie niega aquí que se hayan cometido crímenes que se endilgan o que el régimen gobernante no sea de una gran severidad. Pero caminar por las calles de Doha y conversar con sus habitantes entrega una foto más acabada del cuadro de situación.
Hay alcohol (hay que saber buscarlo), hay nocturnidad y, además, viejos vicios que aquejan a todo occidente. En voz alta nadie lo confirma pero basta hurgar un poco con olfato periodístico para encontrar lo que de esté buscando. Hecha la ley, hecha la trampa. Con su potencial económico Qatar se lanzó a albergar un mundial y la llegada de 2 millones de hinchas y lo está llevando batánate bien, con las lógicas falencias de ser una novel sede que jamás albergó más de 200 mil turistas al mismo tiempo.
La fuerza laboral qatarí es extranjera y es quien mueve la economía diaria y vive el día a día. Inmigrantes cercanos y lejanos crean una atmósfera cosmopolita que le hacen de la capital Doha una ciudad con contrastes y desigualdades. La opulencia de los ricos es exuberante como el desierto, mientras que el resto vive su propio Medio Oriente. El porcentaje de autóctonos es bajo y, la luz de los hechos, hay que reconocer que dejaron de ser nómadas y recolectores de perlas para pasar a ser magnates mundiales del gas. Con sus matices, hay una lectura que no puede soslayarse: del seco y árido desierto crearon un país que busca insertarse en el concierto internacional
Román Iglesias Brickles