En diciembre del año pasado, con cuarentena levantada y los casos de covid en una meseta baja, el presidente Alberto Fernández se entusiasmaba con el arribo de las vacunas y el fin del calvario: «Vamos a vacunar a 10 millones de argentinos antes de marzo«, arengó. En la puerta de junio, seis meses después y con la pandemia haciendo estragos en la salud física y psíquica de la gran mayoría de los argentinos, la única alternativa de Alberto fue cerrar mucho más que las escuelas y colegios: la opción fue otra vez un confinamiento escalofriante. Sin clubes, ni restaurantes, bares o comercios, y con una gran mayoría encerrada, el alicaído mandatario prende velas a la demorada llegada de dosis que evite más muertes.
Todos en el Gobierno descartan que la cifra superará los 100.000 muertos, como mínimo. Lejos de la inmunidad, los desafíos están en cómo llevar adelante la vida de los chicos que van rumbo a estar dos años sin ir al colegio –con una virtualidad que no suple de ningún modo la presencialidad-, cómo seguir la vida con una economía devastada por años de estancamiento e inflación y rematada por la pandemia. Seguir es premisa. Levantar la cabeza y creer en que todo va estar mejor, si la salud acompaña, claro. El deporte, la educación y el esparcimiento están directamente ligados a la salud humana: nadie puede vivir mejor encerrado. Vacunar, vacunar y vacunar. Los gobiernos elegidos son los responsables de administrar y ejecutar las cuestiones públicas: están para dar soluciones. El resto es verso.
Eduardo Abella Nazar