Distintas versiones de historias conspirativas anidan en el corazón de la vida pública argentina. Sin especial clarividencia puede notarse que siempre el que está en el poder acusa al que quiere detentarlo de azuzar con tal o cual ataque indiscriminado. Lo mismo ocurre desde el otro lado aunque, vale el relieve: los que están acechando permanecen en inferioridad de condiciones. En lo que todos están de acuerdo es que llegar al poder en la Argentina equivale a reescribir las reglas.
Este país es un permanente “prende y apaga”. El que llega prende y cuando se va le apagan todo. Tampoco es que a los que se van hubiera que extrañarlos mucho. Pero el que asume siempre redobla la apuesta. Se pueden hacer peor las cosas. Vivimos en una época en la que, día a día, perdemos la capacidad de asombro. Sería algo así como una premisa tácita: hacer tanto daño que ya no cause efecto psicológico en nadie.
¿Cómo cual? El ejemplo más a mano es el de un intendente que dijo encubrir la venta de drogas en su territorio. Luego dijo que lo que dijo no fue lo que dijo. ¿Hubo sorpresa? Sí, pero esmerilada. Fue más una contracción que una indignación general. Pocos dudan de que para que florezca la venta de drogas en el conurbano se necesita la venia de algún barón local.
Porque, más allá de la coyuntura y los vaivenes, siempre puede haber algo que sobresalga de la media. Ahora, lo que bastantes se preguntan es si dentro de este contexto tenemos algo de qué alegrarnos, de sentirnos orgullosos. Y sí, claro que hay motivos. Pero como en un subte lleno (qué lindos recuerdos de pre pandemia!) en hora pico, los que ocupan los mejores lugares no se alcanzan a ver. Sobresalen los que bloquean las puertas y miran desafiantes a los que osen meter un pie en la formación. Así y todo, la Argentina sigue adelante. Y aunque muchos se empecinan en hundirla, este país, como un buen corcho, siempre encuentra la forma de quedarse en la línea de flotación.
Román Iglesias Brickles