Una vez más, y a pesar de las circunstancias creadas y gestionadas por propia acción u omisión, la política se regodea en su gran concierto eleccionario. Grandes apariciones, jugadas “maestras”, recelos adolescentes y pataleos televisivos vergonzantes son parte del show que se viven a diario en el escenario que conduce los destinos del país. Actores y actrices de dudosa calaña, muchos de ellos y ellas, representan sus papeles con el único objetivo de permanecer o mejorar sus status. Al menos, eso dejan ver cuando se pelean cómo párvulos delante de una ciudadanía hastiada, empobrecida a niveles africanos (con perdón de ese gran continente) y con una juventud a la que le cuesta hasta la comprensión de textos.
Si bien nadie duda del axioma de Fukuyama (bueno, algunos insisten añorando un pasado inexistente) que asegura que el fin de la historia llegó con la democracia liberal, esta forma de expresión republicana está jaqueada y sólo gira en redondo. La rosca, deporte nacional desde las bases hasta los altos rangos, no es mala per sé. En el mundo moderno son necesarios y eficaces los consensos, debates y nutritivos los intercambios. Pero, utilizada directamente como única expresión y vacía de contenido sólo sirve para que nada cambie y simule un acto. En la Argentina se necesita que se alcancen acuerdos en el nivel macro y luego los resultados lleguen a cada rincón del país.
La oportunidad llega de la mano del acto eleccionario y de frente a todos los precandidatos, muchos de ellos de conocido rol y otros no tanto. Hasta aquí ya hubo chances aprovechadas (muy pero muy pocas), tiempo desperdiciado, insumos y trabajos malogrados y cuentas desequilibradas. En muchos casos, se gestiona cómo se vive: con poco respeto, con inseguridad, falta de reglas y ausencia de control. El gran desafío es corregir en parte (todo no, no seamos ilusos) para alcanzar un mínimo nivel de lógica y sacar esta nación adelante. Recursos, materia prima y voluntades hay. Sólo falta que realmente se lo propongan.
Román Iglesias Brickles
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